Juan Marsé (1933), escritor perteneciente a la llamada Generación de los 50 e integrante de la Escuela de Barcelona, escribió en 1965 Últimas tardes con Teresa, novela que retrata la Barcelona de los años 50 y 60 a través de un personaje que podría ser trasunto del propio autor. De esta novela y del propio autor hablaremos en la próxima reunión del Club de Lectura, que tendrá lugar el miércoles 4 de marzo.
He releído ―no sé cuántos años más tarde― una novela enérgica, bien contada. Marsé tiene voluntad de estilo, se nota que reescribe y repasa, lija, pule y vuelve a repasar. Eso es de agradecer en un creador: muestra su respeto por el lector, no le ofrece un producto apresurado ni mediocre ―a pesar de los errores tipográficos, ortográficos y gramaticales, tanto en castellano, como en catalán, que salpican la edición que poseo, de 1984.
ResponderEliminarManolo y Teresa, el Pijoaparte y la estudiante pija, dos mundos ajenos entre sí que se rozan durante un breve verano. El Pijoaparte es, en realidad, un desclasado que no pretende derribar las barreras sociales, sino aprovecharse de cuanto se le ponga a tiro, sea persona o motocicleta, hombre o mujer, rico como Craso o pobre como las ratas: él trata de jugar sus cartas sin preocuparse en exceso de los cadáveres que va dejando por el camino. Se enfrenta solo a su sino, a lo Julien Sorel, o, mejor, intenta fabricarse un destino con Teresa. Pero, ¡ay!, esa liga en la que quiere jugar no es la suya.
Todo sucede, pues, en el marco temporal de unas vacaciones estivales (como en Tormenta de verano, de Juan García Hortelano). Las circunstancias han unido durante unos meses a dos alienígenas de universos paralelos y distintos. Teresa y Manolo se besan y arañan hasta que la fuerza de la lógica pone a cada cual en su sitio: a ella en su vida de estudiante burguesa catalana con ínfulas progresistas; a él, en la trena por robar motos.
Teresa inventa en el Pijoaparte un Manolo que no existe: un proletario, trabajador en una fábrica, con conciencia de clase y veleidades revolucionarias. Además, es viril, resolutivo, más africano que europeo. Un hombre de acción ―piensa ella― no de palabreríos interminables; no es un revolucionario de salón con la sesera llena de latiguillos y frases hechas (como Luis Trias de Giralt, que encarna todo lo opuesto a Manolo).
Con todo, personalmente no consigo empatizar con Manolo. El murciano de Ronda (¡qué cosas!) busca su lugar al sol en esa Barcelona ajena de la que pretende apoderarse, mas lo hace de un modo egoísta, insolidario, parasitario. Perezoso. Improductivo.
La novela es, entre otras muchas cosas, una crítica despiadada de aquellos estudiantes izquierdistas de los cincuenta y los sesenta que, por más que proviniesen de lo más granado de la rancia burguesía catalana, jugaban a hacer la revolución en la cafetería de la esquina. Ello se personaliza sin duda en Luis, apóstol de la labia y el Libro rojo de Mao, que a la postre acaba uncido perenne a la barra del bar “cuando aquel regio equipaje mental que le había prestigiado ya estaba reducido a un triste maletín lleno de amargos oráculos e ideas fijas”. Parole, parole, parole…
Juan Marsé, currante de axila empapada, narrador de pluma acerada, no es condescendiente con esta generación de sus paisanos: “Con el tiempo, unos quedarían como farsantes y otros como víctimas, la mayoría como imbéciles o como niños, alguno como sensato, ninguno como inteligente, todos como lo que eran: señoritos de mierda”.
Muchos de estos burguesitos de tan roja juventud, andando el tiempo conformarían ―durante años y años― los caladeros electorales del 3 %, del partido (de derechas) institucionalmente más corrupto del ruedo ibérico. Però, no fotis, és Espanya la que ens roba, collons!
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