Nacido
el 15 de octubre de 1923 en Cuba, en el seno de una familia de tradición científica,
su madre era asistente de Botánica de la universidad de Pavía y su padre
dirigía una estación agrícola y una escuela experimental. Dos años después
de su nacimiento, los Calvino regresaron a Italia, concretamente a San Remo.
Allí Italo Calvino realizó estudios primarios y luego cursó el bachillerato
literario. Su hermano pequeño, Floriano, nació en 1927 y se convirtió en un
geólogo de fama internacional.
Educado en el seno de una
familia agnóstica y socialista, algo excepcional en tiempos del fascismo, desde
muy joven se convirtió en un lector empedernido y un cinéfilo impenitente,
llegando a acudir al cine hasta dos veces al día.
Durante
la ocupación alemana, los hermanos Calvino se enrolaron como partisanos en la
brigada Garibaldi. Esta experiencia aparece en su primera obra, Los senderos de los nidos de araña (1947), obra propia de un novel, pero
en la que podemos atisbar rasgos de sus posteriores creaciones, como es la
mezcla entre fantasía y realidad.
Entró
a trabajar en Einaudi como publicitario, donde tomó contacto con filósofos y pensadores
que influirían en su concepción del mundo. Su consagración como escritor le
llegó con la publicación de El vizconde demediado (1951), primera parte de la trilogía "Nuestros
antepasados", que completan El barón rampante (1957),
obra que comentaremos este miércoles en el Club de lectura, y El caballero inexistente (1959). En ella, mezclando elementos
imaginarios propios de los cuentos maravillosos, se nos plantea el tema de la
libertad del individuo.
Tras
establecerse en Francia, su adscripción oulipista dio como fruto Las Cosmicómicas (1965), obra donde pone de manifiesto
lo grotesco de los mundos reales. En estas
fechas se acercó al estudio de la semiología. A partir de entonces su
escritura sería mucho más rigurosa, obedeciendo cada una de sus obras a una precisa
intención teórica. De este modo podemos disfrutar de las maravillosas Las ciudades invisibles (1972), Palomar (1983),
Si una noche de invierno un viajero
(1979)... Autor además de ensayos tan interesantes como De fábula (1980), Seis
propuestas para el próximo milenio (1985) o Por qué leer
los clásicos (publicado póstumamente en 1991), es además autor
de una recopilación de 200 cuentos
populares: Los cuentos populares italianos (1956).
El barón rampante es una obra engañosamente sencilla, de un simbolismo tal vez inmediato que trataremos de descodificar. Si con Opus nigrum Yourcenar pretendía pintar un fresco moral del Renacimiento, Cosimo del Rondò, desde las ramas de hayas y robles, ve cómo la Edad Moderna deja paso a la Era Contemporánea.
ResponderEliminarAhora bien, el protagonista no se limita a ser un mero observador desde su torre de marfil, sino que se implica en las ideas y acontecimientos de su época. No en vano su patria —que no es sino una tesela más del desunido mosaico italiano— se ve azotada por todos los vientos intelectuales e históricos de Europa, en destacado lugar la Ilustración, la disolución del Antiguo Régimen, la Revolución francesa y las invasiones napoleónicas.
Definamos al personaje. Cosimo es un rebelde (que decide vivir la vida como él la entiende, sin cuidarse de lo que otros opinen). No es un hombre alienado (por eso sabe observar la realidad desde arriba). No posee una mentalidad elitista (ya que su posición elevada no lo enajena de la realidad terrestre). Es una persona militante (pues busca activamente la felicidad de sus conciudadanos).
No obstante, con el paso del tiempo asistimos a la decadencia de Cosimo, el cual, aunque siempre fiel a sus principios, es víctima de la desilusión. Es fácil colegir la decepción del autor, militante izquierdista, ante la Realpolitik de su tiempo. De todos los tiempos.
El desenlace de la novela es, etimológicamente, apoteósico. Cosimo no muere en el relato, sino que desaparece en las alturas, enganchado al ancla que pende de un globo aerostático. El paralelismo con la Ascensión a los Cielos de Jesucristo parece saltar a la vista... ¿Sí?
Para terminar, diremos que El barón rampante nos ha parecido una obra muy italiana. Primero, por ese absurdo cotidiano (en otras latitudes llamado realismo mágico) que observamos en tantas narraciones y películas transalpinas. Segundo, por esa forma teatral y, sobre todo, amable, que tienen los italianos de estar en el mundo —excluyamos venenos borgianos y puñaladas florentinas—, la cual, como españoles herederos de un ser intrahistórico trágico y, a menudo, autodestructivo, no puede sino despertarnos admiración y envidia.