sábado, 4 de mayo de 2013

LA EDAD DE LA INOCENCIA. Edith Wharton, 1920



El próximo 15 de mayo comentaremos la novela de la estadounidense Edith Wharton, La edad de la inocencia, publicada en 1920 y  Premio Pulitzer del año 1921. La primera vez que fue publicada se hizo en forma de folletín. La posterior edición en libro se llevó a cabo de forma simultánea en Londres y Nueva York.
La novela pone al descubierto la hipocresía de la sociedad de Nueva York de finales del siglo XIX. Su autora hace una certera y sutil observación de una clase alta norteamericana repleta de convenciones sociales. La edad de la inocencia muestra el conflicto existente entre las viejas familias americanas, descendientes directas de “los padres de la patria” y una clase emergente de nuevos ricos que acabarán no solo haciéndose hueco en la sociedad, sino devorando su espíritu y cambiándola definitivamente.
Newland Archer, el protagonista, se encuentra atrapado entre dos mujeres que simbolizan dos mundos contrapuestos: el de los convencionalismos entre los que ha crecido y el de la vida real, alejado de las normas sociales que atenazaban a Nueva York.
Aunque testigo real de la sociedad neoyorquina, que describe con exquisita sensibilidad y acierto, cuando Edith Wharton nos la muestra ya había dejado de existir, pues la escritora crea esta excepcional novela en plena madurez, a la edad de 58 años.
Nacida en Nueva York el 24 de enero de 1862, Edith Newbold Jones recibió una sólida educación privada, especializándose en arquitectura y decoración. En 1885, se casó con el banquero Edward Wharton, de quien se divorció en 1913. Desde 1890 comenzó a escribir relatos para una revista de la época. Posteriormente publicó El valle de la decisión (1902); La casa de la dicha (1905), que la dio a conocer como escritora de renombre. En 1907, se estableció definitivamente en Francia, donde falleció en 1937. Su novela corta Ethan Frome (1911) es considerada su mejor obra por gran parte de la crítica. Otras novelas son: Las costumbres del país (1913), La edad de la inocencia (1920), y cuatro novelas cortas agrupadas en Vieja Nueva York (1924). Algunas de ellas fueron llevadas al teatro.
En 1924 fue la primera mujer en convertirse en doctor honoris causa por la Universidad de Yale. Amiga y confidente de muchos intelectuales de su tiempo como Henry James, Francis Scott Fitzgerald, Jean Cocteau o Ernest Hemingway, también cultivó su amistad con el presidente Theodore Roosevelt.
La obra que vamos a comentar ha sido llevada repetidamente al cine. La última vez en el año 1993, dirigida por Martin Scorsese.

6 comentarios:

  1. Muchas y fecundas son las direcciones hacia las que irradia la novela moderna en el primer tercio del siglo XX. Una simple ojeada a la lista de escritores que publican en este periodo basta para entender la magnitud y trascendencia de las propuestas literarias que emergen: Kafka, Proust, Mann, James, Faulkner, Joyce, Woolf… Y es en este ambiente propiciatorio en el que debe situarse La edad de la inocencia.
    Frente a proyectos literarios extremadamente sofisticados y experimentales, la escritura de Edith Wharton constituye un punto de fuga extraordinario en el espacio narrativo. En ella convergen la novela costumbrista (preferentemente inglesa), obstinada en reproducir la forma de vida de un grupo social, y la novela psicológica, preocupada por describir los estados de ánimo, pasiones y conflictos psicológicos de los personajes. La edad de la inocencia es eso, un retrato fiel de individuos que viven en un mundo excesivamente jerarquizado, sectario y endogámico, regido por modelos de comportamiento caducos e intransigentes. En ese retrato, la escritora norteamericana indaga en el alma y en la psique de sus personajes, mostrando la poderosa influencia que sobre ellos ejerce el entorno.
    Este determinismo se nos hace especialmente inquietante cuando descubrimos una “comunidad” reaccionaria, arcana e iletrada, que ha tejido una tupida red de reglas y preceptos que pauta su conducta y con la que se protege de cualquier ataque externo. Es una sociedad críptica en la que está proscrito manifestar explícitamente la verdad. Solo es posible mediante un refinado código y una liturgia ininteligibles para los no iniciados. El primer signo arbitrario de este ritual se localiza en el propio título de la obra, que predice la profunda ironía que impregna el texto: la inocencia no corresponde al estado natural de candor y sencillez de la esencia humana, sino a una manera aprendida y fingida de comportarse en sociedad, caracterizada por ocultar lo que se siente, se sospecha, se sabe o se hace. La inocencia, en definitiva, como un postizo, como un producto artificial y altamente sofisticado. En este sentido, el eje de la maquinaria narrativa es la dulce May Welland. En sus silencios y en las numerosas e intencionadas omisiones del tiempo de la historia (la ingenuidad de sus peticiones, las “inopinadas” razones de adelantar la celebración de la boda, el desconocimiento de la vida en pareja de los Archer…) se hallan las verdaderas claves de lectura.
    Por consiguiente, el gran acierto de Edith Wharton es que reta al lector a participar de este juego. La novela está repleta de silencios, de lagunas interpretativas generadas por el uso de signos que el receptor debe conocer e interpretar. Por debajo de una historia aparentemente intrascendente se ha urdido una compleja trama en la que los miembros de esa sociedad maquinan, mueven los hilos y actúan con tenacidad y diligencia. Por eso, es una novela que nos condena a una lectura densa, compleja, laberíntica, que sacude violentamente nuestro horizonte de expectativas. Es la novela de lo no explícito y, por consiguiente, una extraordinaria obra abierta que reclama la complicidad de un lector competente.

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  2. La audacia de la escritora neoyorkina va más lejos. Para mostrar esas fuerzas que obran bajo la línea de flotación narrativa recurre a la técnica profusamente utilizada por su maestro y amigo, Henry James, la llamada omnisciencia selectiva. Es decir, el narrador cuenta tan solo aquellos aspectos de la historia que son percibidos únicamente por un personaje. Newland Archer es el elegido para prestar su punto de vista. Son sus ojos a través de los cuales vemos (y juzgamos) el mundo mostrado y narrado. Por eso, fuera de la visión parcial, impresionista o subjetiva del protagonista nada sabemos de los sentimientos, de los pensamientos y de las acciones de Ellen Olenska o de May Welland. Y, por eso además, el lector es benévolo e indulgente con él cuando vierte opiniones, creencias y (pre)juicios o exhibe su cobardía al resolver la lucha entre aceptar con sumisión las férreas normas de un código social trasnochado y abandonarse a sus pulsiones primarias. Newland Archer es, por consiguiente, un personaje redondo (agónico, en términos de Unamuno), que debe elegir continuamente entre las diferentes opciones que la autora le ofrece dentro de su universo narrativo.
    Aunque su conducta apenas se altera en el decurso de los acontecimientos, su pensamiento sufre continuas modificaciones. Se nos presenta, desde el comienzo, como garante y valedor del complejo sistema de convenciones impuesto por la alta sociedad neoyorkina. Incluso su punto de vista se ve reforzado por la entrada ocasional de la voz de otros personajes secundarios (Lawrence Lefferts, Sillerton Jackson…), cuya función es reflejar, a la manera de una gran sala de espejos (tan al gusto de Joseph Conrad), una conciencia colectiva marcada por los límites geográficos de la Quinta Avenida. Pensemos en cómo perciben, por ejemplo, la irrupción de la condesa en la Ópera; será, además, la estrategia que utilice Wharton para hacer una fotografía fiel de los principios que profesa dicha sociedad y para reunir a todos los personajes principales al estilo de la novela de Tolstói, Guerra y paz.
    Pero este personaje aparentemente típico y universal se conduce también como un ser individual y contradictorio, capaz de tomar distanciamiento crítico con respecto a un mundo de artificio, que terminará irremediablemente por anularlo o engullirlo.

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  3. Después de leer el análisis que hace de la obra José Manuel, el nivel del mismo, la estructura y los aspectos que trata, me cuesta introducir un comentario más de andar por casa, pero lo haré, no sin antes agradecerle al maestro sus aportaciones.
    He de decir que en un principio no me interesaba, ni me atraía, la lectura de lo relatado. Me parecía trivial y folletinesca. Fue a partir de la mitad cuando empecé a entrar y apreciar la consistencia de los personajes, así como el interés de la autora por mostrar de manera irónica y crítica la forma de vida de la alta sociedad del Nueva York de final del siglo XIX.
    Edith Wharton, que conoció en primera persona ese mundo, lo recrea detalladamente tanto en lo externo (sus mansiones, sus vestidos, sus enseres, sus clubes masculinos, sus noches de ópera), como en lo interno (sus prejuicios, su hipocresía, su autocontrol, su doble moral, su puritanismo), poniendo al lector en situación de análisis y valoración.
    La autora aborda cuestiones características de una época donde quedaban elementos de la moral victoriana, que no veía bien la expresión de sentimientos, y lo hace de manera irónica.
    Es cierto que muchos detalles y acontecimientos de su vida – que, dicho sea de paso, fue un verdadero culebrón- aparecen trasladados o utilizados en La edad de la inocencia. Un ejemplo de esto se nos presenta en la entrada de su diario personal del 3 de marzo de 1908, unos meses después de empezar su relación amorosa con el periodista Fullerton, donde dice: “la otra noche en el teatro, cuando entraste en ese palco pequeño y oscuro (número 13, ¡oh, lo recordaré siempre!), sentí por primera vez la indescriptible corriente comunicativa que corría entre un hombre y yo, la sensación de que la sentía fluir ininterrumpidamente, vívidamente, penetrar en cada uno de mis pensamientos, y me he dicho a mí misma: esto es lo que deben sentir las mujeres felices”.
    Me gustaría destacar dos aspectos dos aspectos de la vida de Edith Wharton; uno es relativo a su vida amorosa. Casada, y divorciada después de 25 años, con un banquero que la engañaba con otras mujeres, así como económicamente, mantiene una larga relación con el periodista Fullerton, quien compaginaba esta relación con otra que mantenía con un lord. Ella, por su parte, también bisexual, mantuvo un largo idilio con la cantante de ópera Camila Chabbert y relaciones esporádicas con la poetisa Mercedes de Acosta. El otro aspecto tiene que ver con su labor social en la Cruz Roja durante la guerra. Dirigió salas de trabajo para mujeres desempleadas, organizó conciertos para dar trabajo a músicos, fundó albergues para refugiados belgas, entre otras actuaciones.

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  4. La edad de la inocencia constituye un mosaico de la burguesía neoyoquina de fines del XIX. La obra es el espejo de una sociedad que la autora conoce bien y rechaza profundamente. Una sociedad hipócrita y a la vez respetable, donde los prejuicios, tradicionalismos, los principios falsamente morales, imponen normas precisas de conducta que chocan con el deseo de afirmación del individuo. En ella conviven, por un lado, una aristocracia hipócrita, que apela a la unidad familiar sin aceptar el divorcio, pero se entrega a los amores extraconyugales con miopía indulgente; por otro, una burguesía floreciente, que exige respeto y el deseo de vivir en el lujo y los placeres hasta ahora reservados para los nobles. En este escenario, el protagonista trata de defender hasta el final su amor y su libertad de elección, al que se opone la conciencia de sus deberes sociales.
    Newland Archer, joven abogado, descubre que la certeza de sus sentimientos hacia su prometida May se derrumba como un castillo de naipes al aparecer en escena Ellen Olenska, una belleza culta y rebelde, que huye de un matrimonio infeliz. Inmediatamente se erige en su defensor frente a las mentes pacatas de sus familiares. Wharton nos introduce de lleno en un mundo de hombres en el que estos juegan un papel poco lucido, pues bajo la apariencia de su hegemonía subyace un matriarcado enmascarado en una imagen de fragilidad.
    La condesa Olenska, uno de los personajes femeninos más inolvidables de la literatura, se debate entre el deseo de ser aceptada y la convicción de sus propias creencias. Finalmente se entrega a Newland en unos términos que hacen imposible la relación: no queriendo ser la razón de la ruptura entre Newland y May, Ellen renuncia a la felicidad exigiendo de Newland una promesa que este no se atreverá a romper. Ellen es todo lo que él admira y desea, pero también teme, por su naturaleza imprevisible e incontrolable. De este modo toda posibilidad de vida en común más allá del deseo se esfuma para siempre. El destino de los protagonistas se tiñe de melancolía, la nostalgia de lo que pudo haber sido y no fue. No son las circunstancias las que lo impiden, son ellos mismos quienes deciden abandonar el sueño incumplido, la posibilidad no expresada.
    Al ser esta imposiblidad un acto de voluntad, la obra destila el estado de ánimo de melancolía y anhelo de quien vive en un mundo inalcanzable e incomprensible para la mayoría de las personas, el sufrimiento por la nostalgia de lo que nunca se ha conocido realmente (“no hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás existió”).
    Hay una mezcla de atracción y repulsión en Newland, quien odia la sociedad artificiosa donde vive, pero no se arriesga a separarse del todo, sino que acepta formar parte de ella porque es todo lo que posee. El título de la obra hace referencia a la inocencia del mundo en el que vive, que irónicamente no es en absoluto una condición natural y fácil, sino que comporta responsabilidad y requiere sacrificio. La verdad es que Newland ama su inocencia más de lo que ama a la propia Ellen, y no está dispuesto a renunciar a ella. Sería como renunciar a sí mismo, fingir el resto de su vida ser alguien que no es.
    La idea que vertebra el libro es que el ser humano se construye más por aquello que elegimos no hacer que por lo que realizamos. Recordemos cómo la contemplación inmóvil, oculta, del ser amado mirando de espaldas un lago en calma puede llegar ser tan gratificante como el más apasionado de los besos. Newland es un personaje indeciso, y, aunque pone en serio peligro su matrimonio y sus valores jugando con la posibilidad de huir con Ellen, finalmente permite que ella regrese a Europa, consciente de que la situación entre ellos se haría a la larga insostenible.

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  5. De este modo, la libertad que se menciona en la obra de Wharton no está vinculada a la sociedad trasnochada que se refleja en ella. Ellen Olenska nos enseña que la verdadera libertad se gana a través de la conciencia y la capacidad de ver las cosas como son. La condesa es un espíritu libre que no entiende las convenciones sociales y la hipocresía, y esto la aísla de todo, aunque al final también ella sucumbe por otras razones: ama a Newland, pero no quiere hacer sufrir a las personas que quiere. Es difícil vivir en un mundo de apariencias donde las palabras no quieren decir lo que dicen (los momentos más importantes de la historia están construidos con la superposición de planos de lenguaje).
    Más allá de que la sociedad y sus reglas destruyen el amor, Newland no tiene el coraje de dejarse llevar por sus sentimientos, y se decanta por no defraudar las expectativas de los demás.
    Cualquier atisbo de rebelión terminará cuando Newland tenga que asumir su responsabilidad moral y social: tomará la decisión más consciente de su vida y aceptará el papel que la sociedad le ha estado preparando durante años.
    De este modo, Olenska representa todo lo que es inalcanzable. Newland se convierte en un perdedor con un destino marcado de antemano por su familia. Finalmente, cuando llega al momento de decidir por sí mismo, renuncia al amor de su vida.
    Quisiera por último decir que toda esa lentitud y estatismo de la que se quejan algunos lectores no hace más que intensificar la atmósfera en la que se desenvuelve la obra, mostrando en ocasiones hasta la exasperación la monotonía de lo cotidiano, en un mundo en el que los sucesos y los rituales se reproducen de forma cíclica hasta el infinito. En este sentido las acciones quedan casi limitadas a los pensamientos de los personajes, en especial a Newland. Todos los personajes aparecen presentados a través de la mirada del protagonista.
    En definitiva es una profunda introspección psicológica que refleja el espíritu de una sociedad abocada irremediablemente a su extinción.

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  6. Ante todo esta obra trata un amor imposible. El protagonista se debate entre hacer lo correcto, siguiendo las estrictas normas sociales de la época, o hacer lo que realmente quiere; vive atormentado pues debe elegir entre una mujer (y una vida) poco interesante y una mujer de mundo que representa para él una vida más inquieta pero menos segura. La autora hace un retrato de una sociedad represora, en el que reinan las apariencias y la hipocresía, una sociedad que, sin embargo, está llegando a su fin.

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